lunes, 18 de diciembre de 2017

Regresar a los lugares que fuimos felices

Regresar a los sitios en los que se estuvo en la infancia es como abrir un libro de recuerdos. Cada elemento trae consigo una imagen que parece olvidada y que sin embargo regresa tan vívida. Un golpe de alegría que en breve se convierte en nostalgia por el tiempo que ha pasado, por las personas que se han ido, porque ahora todo es tan diferente a como lo recordamos.  

Esto fue lo que sentí hace unas semanas al regresar a un sitio que de pequeño me asustaba y me fascinaba. Me asustaba porque había personas que en ese entonces tomaba por extrañas. Sus trajes tan diferentes a los que veía a diario, con sus cortes de cabello que no concordaban con el mío, el de mi hermano o el de mi papá. Me fascinaba verlos porque sus trajes eran coloridos, y me hipnotizaba su manera de hablar ya que lo hacían con una amabilidad que no desconocía pero que era extraña. 

Caminar por ese lugar me transportó a esos recuerdos que parecían estar encerrados en un cajón de mi memoria. Al comparar el lugar por donde caminaba y el lugar de mis recuerdos, sentí una decepción al ver ese mágico lugar tan solitario y silencioso pero a la vez sentí una paz y un gozo inexplicable. 

Esperaba encontrar el sitio atestado de personas, impregnado de los olores de la comida que de niño no me atrevía a comer y con la música que recordaba haber escuchado, esos sonidos que salían de sus gargantas pero que no lograba descifrar y que iban acompañados por los choques de las palmas de las manos de todos los que allí estábamos. 

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